Edición, arte y diseño
No dormir se había convertido en una realidad para ella. Apenas conseguía dar una cabezada por las tardes, pero, cuando la noche caía, sabía que la rutina del insomnio se repetiría. Una y otra vez. Una y otra vez.
Sus padres le habían aconsejado ir al médico, su marido igual, pero ella sabía que ningún doctor podría curar su mal. Nadie en este mundo podría. Su insomnio venía del miedo, de la preocupación profunda, de la verdad más cruenta, y que solo ella podía ver y sentir, nadie más. Había nacido con un don, con ese maldito don que le permitía ver al espectro de la muerte. Un espectro oscuro, impasible, que ignoraba todo a su paso, excepto a los que estaban destinados a ser tocados por sus manos invisibles.
Invisibles para la mayoría de los mortales.
Como cada noche, se preparó un vaso de leche y se tomó sus ansiolíticos. No dormiría, pero al menos el dolor no sería el mismo cuando apareciera. Su marido, como siempre, le dio un beso, se acostó mientras ella se quedaba viendo la televisión con los auriculares inalámbricos y se dio la vuelta, ajeno al terrible secreto de su mujer. Ella se acomodó y empezó a ver la pantalla. En un momento dado, volteó la mirada hacia su marido y allí la vio, sentada a su lado, con sus ojos vacíos puestos en él. Como todas las noches. No sabía cuándo ni cómo, pero sí sabía que cada vez quedaba menos para que se decidiera a regalarle su mortal caricia. Y entonces, solo entonces, su insomnio terminaría.
©2020, Verónica Monroy
La imagen utilizada para ilustrar este relato pertenece a su respectivo autor y se ha utilizado sin ninguna modificación ni con fines comerciales.
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