Edición, arte y diseño
Cualquiera podría pensar que con esto de la pandemia me tiraría meses de «descanso», pero el ser humano es tan soberanamente imbécil que siempre, siempre, habrá trabajo para Freis.
Esta vez me ha tocado ir a la casa de una de esas viejas ricachonas que se pasan los estados de alarma y los confinamientos por el «vetusto» forro. Con eso de que tienen pasta, se pueden permitir ciertas licencias que los que consideran la plebe no. Sin embargo, el mal no hace distinciones entre ricos y pobres, sobre todo, cuando se trata de tontos de este tipo. Así pasa, luego estas santurronas tienen que llamar a alguien especializado porque al niño, que creían infectado de coronavirus por asistir a una de sus «pijo-parties», le pasa algo grave, contra natura.
Por supuesto, esta mujer no sabe que soy un demonio. De haberlo sabido, se hubiera ido al otro barrio sin pasar por el purgatorio.
Estoy cerca de la habitación del chaval y ya oigo los quejidos y lamentos guturales. Me han pedido que le haga callar, que los vecinos empiezan a mirarlos mal por los ruidos en la noche. Esta casa ha sido siempre muy silenciosa y respetuosa. Y no se tiene que preocupar, le devolveré su ansiado silencio.
Abro la puerta y lo primero que me encuentro es a un tipo de unos veinte años caminando de un lado a otro del cuarto, babeando y con un violento tic de cuello que le hace girar la cabeza constantemente. Cuando se da cuenta de mi presencia, voltea para verme e identifico sus ojos blancos. No hay duda, la juerga de este imbécil ha sido más espiritista que de drogas y alcohol.
Aunque se acerca a mí porque siente mi energía, coloco con tranquilidad el silenciador. Lo miro por un instante y no puedo evitar reír. Patético.
Apunto a la cabeza con la pistola; sin conciencia, no hay posesión, y le transmito el deseo de su abuela.
—Silencio.
©2020, Verónica Monroy
La imagen utilizada para ilustrar este relato pertenece a su respectivo autor y se ha utilizado sin ninguna modificación ni con fines comerciales.
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